Sunday, 24 February 2013

Corrupción y reforma fiscal


La clase política es la principal responsable de la falta de eficacia de las políticas públicas. Aunque parece obvio, conviene recordarlo. El modelo vertical y patrimonial de ejercer el poder se agotó progresivamente, pero no han cambiado prácticas que propician fragmentación y corrupción. Los pasados 30 años se fueron casi en vano entre programas y esloganes sobre la “moralización” del servicio público, llamados a la transparencia, rendición de cuentas y promesas de acabar con la impunidad. Y hay que tenerlo presente ahora porque el mal uso del gasto público es un freno para la reforma fiscal.
Si alguna lección deja el fracaso anticorrupción es que falta mucho por cambiar en la conducta de los actores, no obstante experiencias positivas de acuerdos como el Pacto por México. Incluso, los mayores riesgos para una reforma hacendaria —como la que perfila el PRI con cambios en sus estatutos a favor del IVA en alimentos y medicinas— y de las políticas públicas contra el hambre o la inseguridad, son los comportamientos oportunistas, coyunturales y poco profesionales de los liderazgos políticos. La corrupción.
El fracaso de 30 años de políticas en su contra tiene responsables, y no cabe la generalización cultural o la explicación histórica en que se diluye la carga. No recae en la sociedad, aunque haya prácticas corruptas, violentas y bárbaras entre la ciudadanía. Tampoco podemos llamarnos a engaño sobre sus causas, como recuerda la Auditoría Superior de la Federación, precisamente en una semana llena de actos de menosprecio de dirigentes políticos por las leyes e instituciones. Ahí está la prepotencia del Niño verde para evitar el “Torito”; la confrontación verbal entre el líder de los diputados del PRI, Manlio Fabio Beltrones, y el gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, que cruzan acusaciones de “represor” y de “borracho”, a propósito de la proliferación de grupos de autodefensa en ese estado; la negativa del Congreso de Morelos a sesionar por falta de seguridad; el escandaloso sobreprecio de las obras del bicentenario de la Independencia como la Estela de Luz, o el ocultamiento de deudas públicas en varios estados y las denuncias de “saqueo” de Hacienda en el pasado gobierno de Andrés Granier en Tabasco.
En la revisión de la cuenta pública 2011, la ASF aprovechó para advertir al Congreso de que en los últimos 30 años no ha sido posible avanzar en la generación de una cultura eficaz de respeto al uso de recursos públicos. La conclusión me recordó el ensayó Ética, de Adolfo Sánchez Vázquez, sobre el comportamiento moral “como segunda naturaleza creada por las propias personas”. Su ausencia en la clase política deja ver lo poco que han cambiado sus valores y prácticas, a pesar de que se modificó la interacción entre la sociedad y el Estado con la democratización y el pluralismo político.
La corrupción le cuesta al país mil 500 millones de pesos, cerca de 10% del PIB, según el CEESP. Independientemente de su impacto económico, el problema mayor es que su persistencia, incluso en niveles mayores a los que había cuando la alternancia, en 2000, refleja que la transformación política no ha “encarnado” en las prácticas democráticas de los actores. Es un indicador de la resistencia, del no cambio y, por tanto, explicación de su desfase de las nuevas necesidades sociales.
La poca presencia de una cultura de respeto a los recursos públicos impide confiar en que una reforma fiscal y una buena política contra el hambre se vayan a aplicar bien, o que los presupuestos de seguridad realmente se canalicen a mejorar policías o que el gasto vaya a reconstruir la procuración de justicia. Su ausencia es el mejor incentivo para que las comunidades “cachen” o “atrapen” lo que puedan de las políticas de gobierno y luego prescindan de un Estado débil e ineficaz, como expresan los grupos de autodefensa, o que rechacen una reforma fiscal aunque sea distributiva.
Por eso, precisamente, la prevalencia de la corrupción es una prueba de cómo la clase política es un peligro para ella misma y la gobernabilidad, sobre todo cuando la ciudadanía carece de mecanismos eficaces para exigir cuentas y castigar sus malas prácticas. Es ese déficit el que retrasa el surgimiento de esa “segunda naturaleza ética” de funcionarios y autoridades en un círculo vicioso, como el del “perro que se muerde la cola”. La impunidad mantiene a la clase política en un estado de confort y, a su vez, el inmovilismo detiene el crecimiento de una sociedad más comprometida con las instituciones y las leyes.
                *Analista político
                jbuendiah@gmail.com
                @jbuendiah