Sunday, 24 March 2013

Placer y comida

La alimentación es necesaria para cualquier ser vivo. De ella depende nuestro estado nutricional y energético. Lo que ingerimos regula y estructura al organismo... una cuestión evidente. Aun así, pocos abren el refrigerador o van al mercado con la finalidad de darle a su cuerpo lo que realmente necesita. Más bien elegimos los jitomates para hacernos una salsa. Sinceramente no detenemos el pensamiento en sus propiedades nutricionales. Neta, ¿quién se pone a pensar en el licopeno? Sin lugar a dudas, nuestra elección alimenticia y nuestro estado nutricional dependen de un antojo.
Los alimentos hoy son sinónimos de gastronomía, aunque sus propiedades nutricionales cada día gritan más fuerte. En torno a ellos se han divulgado un sinfín de textos científicos. Hoy es más fácil encontrar una receta que aborde ciertas propiedades nutricionales relacionadas a diversas condiciones sanitarias —por eso, acompáñenme en Sazonarte TVC—. ¡Bueno, existen hasta pasteles para diabéticos! Y todo esto para cubrir la necesidad de un antojo,  sin afectar la condición orgánica alguna de quien la padece. Encontramos artículos, como éste, para informarnos. Poco a poco nos vamos liberando de alimentos inocuos. Buscamos un estado de salud y una vida digna. Somos cada vez más quienes encontramos en la nutrición un placer.
La comida encierra un conjunto de intenciones. El placer de los sentidos es el factor que más nos seduce. No en vano se ha extendido tanto la cultura de la “cata” y la comparación de productos. Porque si hay algo que todas las personas hacemos es disfrutar de manera sensorial. Y toda esta “alquimia culinaria” tiene una explicación científica y lógica.
La perspectiva fisiológica es... lógica, evidente. A diario utilizamos nuestros sentidos (vista, gusto, tacto, oído y olfato). Son herramientas. Hasta podría decir que de ellas depende nuestra capacidad de adaptación y desarrollo intelectual. Porque estas sensaciones nos conforman. Se clavan en nuestra memoria y hasta cierto punto nos mantienen unidos a la realidad. Porque al final del día, esta integración nos ayuda a tomar decisiones. Es tan fácil como esto: vemos un objeto redondo, de color rojo brillante y piel tersa, percibimos su aroma dulce, integramos las señales en nuestro cerebro y entendemos que se trata de una manzana y que esta es comida. Del mismo modo, podemos distinguir un queso de cabra, una carne empanzada o un vino joven de uno envejecido en barrica. Este mecanismo se complica de manera afortunada. Se asocia a situaciones agradables o a estímulos que evoquen situaciones y/o emociones. ¡Sentimos! Respondemos de manera emocional a olores, sabores, texturas... Comemos para satisfacer una necesidad orgánica y al mismo tiempo estimulamos a la memoria.
Todo este mecanismo emprende su vuelo cuando probamos un platillo diferente. La primera vista va a procurar asociar un plato con lo que la memoria ya tiene registrado. Materias primas, formas, tamaños, colores. Y todo esto puede hacer que este plato resulte más o menos atractivo a nuestros ojos. Nuestro segundo recurso es el olfato. En caso de no entablar una conversación con los recuerdos, se acerca la nariz para tratar entonces de reconocer, nuevamente, olores.
Sólo existen cinco sabores: dulce, salado, ácido, amargo y umami. Entonces el sabor a naranja o a chocolate no existen. Son sólo el producto de la integración de los sabores básicos.  Aun así, cuando comemos chocolate, el sabor dulce del azúcar, amargo de la teobromina y de los componentes del tostado, percibidos en la boca, junto con la esencia de vainilla y otros aromas percibidos en la nariz, integran lo que reconocemos como “sabor a chocolate”.
La correcta armonía y la integración de texturas determina la satisfacción sensorial. Siempre comemos “con sentido”. Consentimos al placer y al cuerpo... Así juega la mente.